El conductismo y sus técnicas se han instalado en el día a día de nuestra sociedad sin el menor recato. Cuando menos te lo esperas, el control y la manipulación aparecen de golpe y porrazo, a veces de forma sutil, otras no, para ser aplicados en adultos, adolescentes o niños.
Para ilustrar brevemente este hecho, os voy a contar una anécdota personal. Hace unas semanas, una noche, cuando ya todo estaba en calma, Elena y yo nos pusimos a ver un blanco y anodino programa de televisión en el que unos gemelos mañosos reformaban la casa de una familia. La pareja protagonista de ese día tenía una niña de unos 4 o 5 años y le había encargado a los gemelos constructores que decoraran con especial cuidado la habitación de su hija.
Sin ninguna mala intención, uno de los gemelos había cometido un error con el color de las cortinas o con los tiradores de los cajones (no lo recuerdo exactamente) y, entonces, su hermano, tratando de hacer una broma, dijo: “bueno, pues ya puedes estrenar la silla de pensar” y la cámara enfocó una preciosa sillita rosa que tenía escrito en el respaldo las palabras “Time Out” (tiempo fuera).
Para los que no lo sepáis, Time Out es la versión sajona de lo que aquí conocemos como “silla de pensar”. Realmente, creo que su denominación inglesa “Time out” refleja con más propiedad el verdadero propósito de la silla de pensar: castigar al niño/a, aislándole en un rincón soso y aburrido para impedirle que siga haciendo lo que le gusta. La idea, como siempre denunciamos en Mente Libre, es someter la voluntad del niño y obligarle a obedecer al adulto.
Tanto Elena como yo, nos quedamos helados con la imagen de la preciosa silla de pensar rosa. Parecía nueva, como recién comprada en una juguetería. En esos momentos nos asaltaron varias dudas: ¿los fabricantes de juguetes han diseñado esta silla de pensar para venderla en masa a los padres?
¿Hasta este punto tan perverso ha calado el uso del conductismo para manejar y adiestrar a los niños que las jugueterías venden impunemente sillas de pensar?
Buscando en Internet confirmé mis sospechas. Hay sitios en los que se puede encargar una silla de pensar para la habitación de tu hijo. No sólo existen varios diseños con bonitos colores para elegir, sino que, además, a algún brillante creativo se le ha ocurrido la idea de añadir a la silla un reloj (como los de cocina) para poder controlar el tiempo del castigo. Esto es algo atroz. Podríamos decir que es maltrato infantil a gran escala. Y lo peor de todo es que todo esto sucede con el beneplácito de la mayoría de los padres, que acogen y aplican encantados los castigos a sus hijos.
Estamos asistiendo a una globalización de las técnicas cognitivo-conductuales, de peligrosas consecuencias para el desarrollo emocional de los niños. Maestros y padres aplican técnicas para las que no están preparados y que, en las peores ocasiones, les sirven para volcar sus frustraciones personales con los pequeños.
No comparto para nada el uso de cualquier tipo de castigo (o premio) como herramienta educativa y, aún menos, la banalización, la frivolización y el uso descontrolado que se le está dando a la silla de pensar. Los castigos son peligrosos, conllevan consecuencias negativas para los niños, no sólo en el momento de ser castigado, en el que el niño que es obligado a sentarse durante unos minutos en la silla, se siente desamparado, violentado, angustiado y solo, sino que además, esos sentimientos, esas emociones negativas, ese patrón de sometimiento será, en muchos casos, arrastrado hasta la edad adulta. Por cierto, conozco guarderías en las que dejan a niños de menos de tres años durante más de una hora sentados en la silla de pensar. ¿Cómo afectará ese tiempo de inmovilización obligatoria a su psique, a sus emociones? Esto no es terapéutico ni educativo; simplemente, es maltrato infantil.
Aunque os pueda parecer terrible que se haya comercializado el maltrato infantil hasta el punto de vender la silla de pensar en las jugueterías, he de deciros que aquí no termina la pesadilla del Time out. En una próxima entrega, os mostraré un uso aún más perverso de la silla de pensar.
Texto: Ramón Soler