Era jueves santo cuando se supo el segundo número de García Márquez: (1928-2014). Se fue el mismo día en que lo hizo Úrsula Iguarán en Cien años de soledad. No se sabe si él, como ella, que prometió morirse después de las lluvias, había hecho alguna promesa de coincidir con la matrona de Macondo.
Ese 17 de abril no funcionó más el cuerpo del hijo del telegrafista. Su memoria se había ido antes. Él, que había tenido buena memoria, sufrió la peste del olvido, tal vez la misma de su libro más famoso. No se sabe tampoco si le recordaron los nombres de las cosas como a la manera de su novela: escribiéndolos al lado de los objetos. A la mesa, le escribieron mesa.
Morirse, no obstante, es también olvidarse, y la peste que ha caido ahora sobre él, en cambio, es la del no olvido. Los lectores supieron de Gabo por sus letras y siguen sabiendo de él por ellas mismas, que no se van para ninguna parte y, por el contrario, se reproducen en nuevas ediciones. No se ha ido porque sigue ahí, en ese Coronel que cuida un gallo flacuchento y blanco. Porque dejó páginas, miles, para recordarlo.
Gabo sigue vivo, porque todavía se escribe.
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